Al menos siete perros muertos en la carretera.
Llegamos a la casa y la mata de tomate está en el piso. No quiero pensar en eso. No quiero pensar en nada que no sea en esa noche.
Silvia me está hablando. ¿Qué me está diciendo?
Los tomates. El gato de la vecina.
ah
Un bajo a yerba quemada me devuelve a mi cuerpo. Olvidé la changa en el trajebaño. La saco y la miro como si fuese a hablarme.
La dejo en el suelo con los tomates.
Mierda, qué tibia está el agua.
Desde afuera Silvia me pregunta que si estoy bien.
No respondo.
Silvia pregunta de nuevo
No respondo
Silvia pregunta que si quiero un té
Salgo del baño con más calor que con el que entré y me siento desnuda en la orilla de la cama.
Silvia llega con la taza y no dejo que se enfríe. Sorbo y sudo y espero a la memoria.
Pongo el abanico en cuatro.
Oigo a Silvia gritar y me envuelvo en la toalla para ver qué pasa.
La encuentro mirando el chorro de sangre que sale de la palma de su mano. En la meseta, un cuchillo y cáscara de plátano.
Vuelvo al cuarto para buscar alcohol y una venda.
Le limpio la herida y la envuelvo para que pare de sangrar.
La desenvuelvo y examino como que sé lo que estoy haciendo y la vuelvo a envolver.
Hay un plátano maduro a medio pelar en el fregadero.
Termino de pelarlo y lo pico en diagonal. Extraño cuando vendían Maduritos. Ahora ya no existen. Frito Lays quebró hace años.
El aceite burbujea y por un segundo pienso en sumergirme hasta desfigurarme.
Llevo el plato con las tajadas doradas hasta la cama donde Silvia parece contar la grietas del techo.
Comemos casi quemándonos la boca. Ella me cuenta un recuerdo:
Cuando Silvia tenía 13 o 15 años, su mamá, Inés, se fue de la casa. Duró como 8 meses sin llamar ni escribir ni dar señales de vida. Toda la familia la dio por muerta. Un día, Inés se apareció en el colegio buscando a Silvia después de clases. Andaba en el carro de la casa, con un hombre en el asiento del pasajero.
Cuando llegaron a la casa, su papá no dijo nada. Miró a Inés casi de reojo y prendió un cigarrillo, en el medio de la cocina.
El piso del catamarán era transparente y debajo de algunas botellas vacías de ron, debajo de tanto vidrio, sólo peces muertos. Peces muertos sin olor nos rodeaban y creo que nos rodearon toda la noche.
Al Search era que le tocaba traer el hielo según comí boca de unas jevas que fumaban en una esquina. Tenían puesto unos bikinis fluorescentes, brillantísimos.
Silvia roncaba al lado mío.
Silvia chilla una palabra irreconocible y salta de la cama para trancarse en el baño.
Toco la puerta una y otra vez hasta que ella sale, con la cara toda roja.
Lo dijo en un murmullo triste.
La abrazo y me río. Ella se sale de entre mis brazos y sigue llorando.
Ya eran las 6 de la tarde y no nos dimos cuenta. El sol sigue afuera casi igual de brillante y el calor, el maldito calor, no parece saber que ya casi es de noche.
Me pongo ropa sin nada de ganas sobre la piel marcada por la toalla. Quisiera poder salir desnuda.
Queda un le enrolado y lo prendo en el balcón. El vecino riega sus plantas y desde que huele la yerba se va y cierra estrepitosamente la puerta corrediza.
Lo ignoro y jalo más de lo que debería y tosiendo apago el le en las barras de metal que me separan del parqueo.
Ya tengo toda la ropa sudada.
Antes de conocer a Silvia vivía en otro sitio que ahora tiene otro nombre así que es inútil ubicarlo. Llovía demasiado. El sol parecía estar cubierto de una capa gruesa de papel encerado. Nunca tocó mi piel.
Alguien grita mi nombre desde la calle.
oh no
no voy a responder
Suenas más alto mi nombre
que no ! ! ! ! vete de aquí
Silvia sale del baño y dice que quiere comida libanesa.
Prendo el bate de nuevo. Fumamos y ya no queda nada. La voz se fue también. Podemos salir.
Oh, pienso en falafel. Hummus. Limonada con menta.
Cuando llegamos al restaurante nos dijeron que no tenían falafel. De repente tengo muy mala suerte.
Han de ser los perros muertos
Ay, pero pedimos muhammara y baba ghanush y el pan pita se derrite en nuestras bocas diamantes de aceite de oliva ají granada berenjena tahini.
Qué sonrisa hermosa se forma en la cara de Silvia mientras come con los ojos cerrados.
Me limpio la boca con menta y limón
La persona que estaba gritando es un tipo de Pedernales que a veces anda por la casa, predicando.
Un día hablamos en lo que yo sacaba la basura. No recuerdo qué le dije, pero ahora pasa intermitentemente y grita mi nombre. Anda con un bastón y una maleta envuelta en teipi negro.
Para llevar, dos quipes.
Todavía tengo hambre y no espero a llegar a la casa. Me como mi quipe mientras con la otra mano agarro la bicicleta. La brisa me tira algo de trigo en la frente.
Silvia tiene sus audífonos puestos y canta bajito una canción en francés (?).
Jaurías interminables de perros crema y perros negros y perros largos y perros flacos y perros diminutos y perros como moles.
Corren detrás de nosotras ladrando y jadeando.
Casi me ahogo con el quipe y caigo en una cuneta. Silvia sigue de largo.
Los perros me alcanzan. Siento sus alientos sobre mí. Su baba. Estoy paralizada qué se hace frente a tantos animales qué hago qué hago. Ya no tengo comida pero me olfatean. Con tanta furia
Llego sarnosa a la casa.
Silvia se fuma un cigarrillo en el balcón.
Silvia se me queda mirando como que no sabe de lo que hablo.